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Cuando el psicoanálisis inventó la neurosis, no sabía que también estaba interviniendo la forma que durante el siglo XX tendrían las novelas familiares, de Los buddenbrook, de Thomas Mann a Las correcciones de Jonathan Franzen, de Los Simpsons y Philip Roth a La familia, de Gustavo Ferreyra y hasta Las primas, de Aurora Venturini; pero ¿cómo se narra una familia? Y sobre todo, ¿por qué  y para qué esa maquinaria histórica y siempre reconfigurada sigue siendo a la vez un modelo de aburrimiento, sufrimiento, felicidad, plenitud, fastidio? Laura Delgado pone en La hija de la vejez a Irene, la protagonista de su novela, en el centro de estas preguntas que, sin embargo, se camuflan o adelgazan en la más asombrosa y banal cotidianeidad.

“Su padre no pareció comprender a dónde quería llegar con ese comentario, y ella se dio cuenta de que no era el momento de encarar una conversación profunda sobre su lugar en la familia. Esas cosas no son para chicos, le decían con frecuencia, aunque nadie se las evitaba.”, escribe o resume Delgado. La contradicción, la amargura, la esperanza, la impotencia, y sobre todo la sensación de que a la vez “no existe nada más importante” se va desgajando en esta novela que recupera una tradición algo abandonada que supieron recorrer Silvina Bullrich, Mujica Láinez y también, a su modo, Manuel Puig.

“La casa de la calle Fragio estaba siempre llena de gente, y yo andaba en medio de todos ellos. Ese era un mundo de grandes por el que transitaba con toda comodidad aunque, con frecuencia, me sintiera invisible.” Tal vez ese sea el don que le permite a Delgado narrar lo visible: y lo visible es nada menos que esa microfísica de las pasiones humanas, esa primera escala de la comunidad, esa célula que presume de no necesitar al mundo porque ella misma lo es. La hija de la vejez es una novela familiar escrita con ternura, donde la clase media de los últimos cincuenta años podrá ver mejor cuáles son los imperceptibles gestos que la definen.

Edgardo Scott

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La hija de la vejez - Laura Delgado

$14.673,00
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Cuando el psicoanálisis inventó la neurosis, no sabía que también estaba interviniendo la forma que durante el siglo XX tendrían las novelas familiares, de Los buddenbrook, de Thomas Mann a Las correcciones de Jonathan Franzen, de Los Simpsons y Philip Roth a La familia, de Gustavo Ferreyra y hasta Las primas, de Aurora Venturini; pero ¿cómo se narra una familia? Y sobre todo, ¿por qué  y para qué esa maquinaria histórica y siempre reconfigurada sigue siendo a la vez un modelo de aburrimiento, sufrimiento, felicidad, plenitud, fastidio? Laura Delgado pone en La hija de la vejez a Irene, la protagonista de su novela, en el centro de estas preguntas que, sin embargo, se camuflan o adelgazan en la más asombrosa y banal cotidianeidad.

“Su padre no pareció comprender a dónde quería llegar con ese comentario, y ella se dio cuenta de que no era el momento de encarar una conversación profunda sobre su lugar en la familia. Esas cosas no son para chicos, le decían con frecuencia, aunque nadie se las evitaba.”, escribe o resume Delgado. La contradicción, la amargura, la esperanza, la impotencia, y sobre todo la sensación de que a la vez “no existe nada más importante” se va desgajando en esta novela que recupera una tradición algo abandonada que supieron recorrer Silvina Bullrich, Mujica Láinez y también, a su modo, Manuel Puig.

“La casa de la calle Fragio estaba siempre llena de gente, y yo andaba en medio de todos ellos. Ese era un mundo de grandes por el que transitaba con toda comodidad aunque, con frecuencia, me sintiera invisible.” Tal vez ese sea el don que le permite a Delgado narrar lo visible: y lo visible es nada menos que esa microfísica de las pasiones humanas, esa primera escala de la comunidad, esa célula que presume de no necesitar al mundo porque ella misma lo es. La hija de la vejez es una novela familiar escrita con ternura, donde la clase media de los últimos cincuenta años podrá ver mejor cuáles son los imperceptibles gestos que la definen.

Edgardo Scott

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